El emprendimiento está de moda y la universidad se ha apuntado con alegría a esta tendencia, cosa que me parece bien. Emprender, entendido como una actitud ante la vida (y no necesariamente, para crear empresas), puede ser una forma muy sana de promover cultura innovadora y de impulsar transformaciones que mucho nos hacen falta.
Pero desde mi punto de vista, el ímpetu emprendedor universitario empieza a diluirse, a perder carácter, cuando los proyectos que se impulsan son mayoritariamente para “trabajar dentro del sistema”, o sea, para no cambiar nada sustancial y seguir alimentando las mismas ruedas de molino que mueven el statu-quo. OJO, para que se me entienda, no hablo de escala, sino de naturaleza, como ya explicaré.
William Deresiewicz, a quien he citado en otras ocasiones por su brillante libro “Excellent Sheep: The miseducation of the american elite”, cuenta que unos estudiantes de la prestigiosa Universidad de Pomona (California) le confesaban que sienten presión por ser felices, como si el sistema buscara erradicar sentimientos de descontento o infelicidad, algo que no sólo es algo normal en la vida (más en los jóvenes), sino que es indispensable para abordar cualquier tipo de transformación, ya sea personal como social. En esa misma línea, citaba a David Brooks, que en su artículo “The Organization Kid” se quejaba de “la calma aceptación del orden establecido que impera entre los estudiantes de élite hoy”.
Añade Deresiewicz que: “Los cambios locales, a pequeña escala, son una gran cosa, pero contra el inmenso poder de la riqueza coordinada (lobbies millonarios, etc.), el modelo de start-up no tiene mucho que hacer” y apuntilla: “Los jóvenes de hoy quieren “salvar el mundo”, pero su idea de cómo hacerlo implica invariablemente alguna forma de llegar a lo más alto. Se aceptan los límites del estatus-quo, y en muchos casos se terminan convirtiendo en un producto más del sistema (…) Y mientras la ‘clase creativa’ está ocupada jugando con sus gadgets, el mundo sigue posponiendo los grandes problemas de fondo”.
Esto conecta con la serie de artículos que estoy publicando sobre educación universitaria, pero sobre todo con un antiguo post, en el que proponía hablar más de los “emprendedores políticos”. En esa entrada compartía esta idea:
Sé que hay una corriente dentro del emprendimiento que no quiere hablar de política, y que se esmera en separar la innovación social de la política. Yo la respeto. Me parece una visión resultona, de cara amable y menos arriesgada, pero poco ambiciosa, incluso naive (…) Tenemos que trabajar a escala-micro, transformando nuestro entorno más inmediato, incluso con acciones paliativas si hacen falta porque en definitiva se trata de colectivos de personas concretas que necesitan ayuda; pero al mismo tiempo, vamos a tener que hacer activismo a escala-macro, para contribuir a la solución de las anomalías de raíz. Si no seguimos las dos rutas en paralelo: trabajar en lo micro y en lo macro al mismo tiempo, corremos el riesgo de que nos utilicen.
Y definía a los “emprendedores políticos” como aquellos que canalizan sus cualidades emprendedoras hacia dos fines concretos: 1) un cuestionamiento de las estructuras de poder que son nocivas para el ejercicio de la democracia real, 2) una búsqueda optimista de soluciones alternativas que vayan al fondo de la cuestión, que permitan hacer realidad el principio de justicia social.
Pero de eso vemos poco, muy poco, en los programas de emprendizaje que se impulsan desde las universidades que yo conozco. Si alguien sabe de alguna que esté preocupándose de verdad por impulsar proyectos atrevidos (políticamente hablando) que vayan más allá de comercializar un buen invento, generar dos o tres puestos de trabajo o sencillamente, levantar fondos para una start-up de campanillas, que me lo diga. Lo que hacen es tener a los jóvenes entretenidos con juguetitos como los Canvas de Osterwalder y adoptar palabros empresariales como “modelo de negocio” para abordar realidades sociales que piden otra cosa.
Por eso digo que el emprendizaje universitario actual es puramente utilitario, ñoño y modosito. De tanto enredarnos en cosas banales vamos a terminar todos como aquella actriz que decía que “el capitalismo la da ganas de llorar” mientras se ponía modelitos de 4 mil euros. Y refleja en parte el argumento de Deresiewicz cuando critica que los jóvenes norteamericanos prefieran ir a Guatemala en vez de a Milwaukee porque luchar contra las injusticias en su propia sociedad tiende a producir más tensión, sobre todo si les fuerza a reconocer en qué medida ellos también son cómplices y participan en ello.
Según el mismo autor, y yo estoy de acuerdo, el ethos dominante es trabajar dentro del sistema, lo que puede sonar hasta normal si no se tratara de un sitio como la universidad, donde históricamente se han fraguado las propuestas de cambio más radicales. En los campus lo que nos proponen ahora es que nos olvidemos de los grandes ideales y de las ideologías que sacudieron el siglo XX, y elijamos un problema (o problemilla) en el que centrarnos sin mirar a ningún otro sitio.
La visión imperante en el emprendizaje universitario es puramente tecnócrata. No hay pensamiento holístico, ni especulación en sí misma. El mundo, como un test, consiste en una serie de problemas discretos, y todo lo que tenemos que hacer es salir y resolverlos. Esto se traduce en mejores tecnologías, productos, procesos y así vamos marcando las tareas y desafíos en el Check-list que nos pone el propio sistema. Soy el primero en reconocer que abordar esos desafíos es valioso y necesario, pero insisto, no es suficiente.
Como se cuestiona Deresiewicz: ¿Qué pasa si el problema es precisamente el sistema dentro del que quieres trabajar? Por ejemplo: ¿Podemos arreglar nuestras escuelas sin abordar el problema de la desigualdad? ¿Se consigue una mejor educación para todos si no se cambian las prioridades políticas, y por tanto, quienes nos gobiernan? ¿Se puede sacar de la pobreza a los países subdesarrollados sin reformar el sistema de comercio global? ¿Es posible abordar de verdad el cambio climático sin cambiar los hábitos de consumo, o no está el consumismo en la base de nuestra crisis ambiental actual?
El mensaje principal de todo esto es que los programas de emprendimiento, sobre todo de las universidades públicas, deberían preocuparse por educar a los participantes a que se hagan siempre esta pregunta antes de desarrollar un proyecto: ¿Con qué valores (sociales y políticos) está operando el emprendedor al optar por la “solución” que pretende desarrollar, qué valores expresa esa solución? Y para responder bien a esa cuestión hay que forjar un carácter, un criterio propio y un pensamiento crítico, que es en buena medida de lo que deberían ocuparse también los programas de emprendizaje.
El ensayista norteamericano no sugiere como solución que los estudiantes tomen las calles, como ocurrió en los años sesenta. Cada persona tiene que encontrar su propio camino cuando intenta hacer algo por un mundo mejor. Pero insiste en que lo primero que tenemos que hacer, y que la universidad debe enseñar, es a pensar bien: “No necesitamos que los estudiantes sean radicales, sólo necesitamos que sean escépticos”, y de esta aspiración ya hablamos ampliamente aquí.