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Viaje al NOA (post-230)

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Con ale en las salinas grandesEn un post anterior contaba que en Abril me iba de migración creativa al sur, para poner tierra de por medio y descansar.

Ayer el bueno de Iván Marcos me invitaba a unirme al grupo que ha creado en Facebook con el nombre de “Leer y viajar”, así que he pensado: oye, es hora ya de que termine mi post del viaje. Me sirvió de revulsivo, fue coser y cantar, me puse, y aquí está…

“NOA” es el acrónimo de Noroeste Argentino, una región formada por cinco provincias: Santiago del Estero, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy. Elegí las tres últimas, que para mí son las más atractivas con diferencia. El campamento-base lo establecimos en Córdoba, que es la segunda ciudad de Argentina, aprovechando que tengo familia allí, y que Iberia ha puesto un vuelo directo desde Madrid a muy buen precio.

Tucumán fue todo un descubrimiento. Es la más pequeña de las provincias argentinas, con apenas 22 mil Km cuadrados, pero paradójicamente la que acoge la mayor diversidad de ecosistemas del país: cumbres que superan los 5 mil metros y valles extensos, climas secos y húmedos, tierras áridas y selvas exuberantes (las preciosas Yungas). Es una provincia llena de contrastes.

Tafi del Valle es la puerta de entrada a los Valles Calchaquíes, un lugar impresionante que se extiende entre las provincias de Tucumán y Salta. Allí pude ver y compartir con lugareños que producían ladrillos de adobe. La mayoría de las casas están hechas de adobe, y me sorprendió la dureza que se consigue a partir de una simple mezcla de barro y paja secados al sol. Me pareció viajar en el tiempo mientras veía el caballo remover la mezcla y a los obreros introducirla en moldes hechos de forma artesanal.

Hicimos senderismo, aunque menos del que yo buscaba. Es lo que pasa cuando andas con tropa familiar. Subimos al Cerro de la Cruz en Tafi del Valle que está a 2.600 mts. Poca cosa, pero una experiencia divertida. Llevar casi 15 kg a la espalda en forma de mochila-canguro hace la subida más dura, pero tengo que decir que Gonzalo ni se siente, es un estupendo compañero de fatigas, y me pone las cosas más fáciles. Al tío le gusta el meneo del caminante, va encantado a mis espaldas, y esa sensación de complicidad mola un montón.

Cafayate, la famosa capital del vino del noroeste argentino, me dijo poco. Esperaba más. Es cierto que estuve poco tiempo, pero no me pareció nada especial. Lo que sí me dejó perplejo fue la Quebrada de las Conchas, un valle encerrado dentro de un espectacular conjunto geológico por donde discurre la ruta 68 que une Cafayate con Salta. Es de los paisajes más increíbles que he visto en mi vida, hasta el punto que me costaba avanzar sin parar con el coche cada un puñado de kilómetros porque quería disfrutar de aquello, lo que hizo que llegáramos bastante más tarde de lo prometido a Salta.

Así que es muy pero muy recomendable programarse la ruta 68 con holgura de tiempo para poder hincharse de gusto. Con imágenes como éstas te puedes hacer una idea de la majestuosidad del lugar: 1, 2, 3 y 4. Por cierto, todavía me resisto a creer que “los castillos” hayan sido esculpidos por la naturaleza, porque eran tan perfectos.

Otro tramo que me gustó mucho es el que va desde Tafi del Valle a Cafayate, por la mítica ruta-40. Por ahí se atraviesa el corazón de los Valles Calchaquíes, y te encuentras muchas sorpresas. Por ejemplo, no te debes perder el Museo de la Pachamama en Amaicha del Valle, un centro de arte aborigen fundado por el escultor y artista de la zona Héctor Cruz que da gusto pasearlo. Las obras son monumentales y el escenario precioso. Después las Ruinas de Quilmes, donde están los restos del que fue el mayor asentamiento precolombino de Argentina, con una extensión de más de 30 hectáreas, y unas vistas espectaculares a los valles. Allí tuve el gustazo de escuchar a un guía de la zona, que nos explicó con datos de primera mano y una pasión desbordante la triste historia de los indios Quilmes, y de los pueblos dalmitas que habitaron la zona. Escuchando lo que decía David, me preguntaba si se puede ser más hijo de puta que los que fueron los colonizadores que llegaron a estas tierras. Por cierto, hace mucho tiempo que no veía un guía cuenta-cuentos con tanta credibilidad, y del que uno aprendiera tanto. Lo felicité, su charla me dejó embobado.

En Salta hicimos una visita breve. Le llaman “Salta la linda”, y se nota: cálida, acogedora y pintoresca. Nos encantó subir con el teleférico al Cerro San Bernardo desde donde se divisa un paisaje precioso de la ciudad.

Toda la Quebrada de Humahuaca es recomendable, pero yo me quedo especialmente con el pueblo de Purmamarca, del que guardo el más bonito de los recuerdos. Puede considerarse el portal de transición a la Puna. Está a “solo” 2.200 mts, así que es un buen lugar para ir acostumbrándose a la altura antes de subir más hacia el norte, por ejemplo, a Humahuaca (2.936 mts.) o a La Quiaca (3.400 mts.).

Pasamos tres noches allí, y me sigue acompañando su magia. Me costaría explicar dónde está su encanto principal, porque es un compendio de detalles deliciosamente sencillos. Bueno, esos cerros de múltiples colores que le rodean y que parecen abrazarle no los ve uno en cualquier sitio. Son algo único y es lo que hace famosa a Purmamarca desde el punto de vista turístico.

Esa fama es merecida, y me consta después de hacer un recorrido alrededor de esos cerros por el llamado Paseo de los Colorados, que es una actividad obligada para cualquier visitante. Mientras pateaba por esos cerros con Alejandro, y a pesar del viento frío que nos pilló, recuerdo haber sentido una extraña felicidad que me sobrecogió. No sé, todo fluía, todo encajaba, era esa paz tan profunda que se encuentra en la naturaleza pero solo cuando uno está en condiciones de percibirla. Llevaba muchos días de descanso, y sin abrir un dichoso aparatillo diabólico de esos con que nos embauca la modernidad, así que mi sensibilidad estaba a flor de piel, y podía regalarme experiencias que solo se viven desde el sosiego y el andar lento.

Purmamarca es un pueblo en el que viven de forma permanente unos mil habitantes. El marrón colorado que lo impregna todo, las callejuelas de tierra mantenidas con dignidad, la presencia ancestral del aborigen que ha conseguido (a pesar de todo) conservar buena parte de su vida simple y alegre, han hecho que guarde un recuerdo imborrable de mi paso por allí. Creo que pudiera vivir allí si me ponen un imposible hilito de mar que alegre esos valles y una buena conexión a Internet para enterarme algún día que el Betis es el nuevo campeón de Liga.

Me compré un jersey andino en un estúpido intento de mimetizarme, puse en religiosa cuarentena mi fast-track de urbanita, perdí la vista entre cerros y casas de adobe, y de vez en cuando volvía al modo-antropólogo para no perderme nada que fuera interesante.

Así que en mis paseos sin rumbo por las calles de Purmamarca pude charlar con mucha gente. Siempre que viajo busco el contacto, me enrollo más que una persiana japonesa. Recuerdo que hablando con una chica que vivía allí desde hace 5 años, le preguntaba si no era “demasiado” tranquillo aquello para una persona “de ciudad” como ella, y su respuesta no me dejó margen a la duda: no, para nada, es linda la vida así”. Vaya, me dije, una verdad sencilla dicha del modo más natural posible. Está claro que somos los de ciudad los “demasiado” complicados.

Todo aquello me llevó a repasar mis dudas, a preguntarme qué nos sobra, qué nos falta, qué pequeños placeres nos estamos perdiendo, o si esa locura de vida que llevamos es parte de un desvarío monumental que se empeña en negar las esencias, lo que es de verdad importante. En ese momento lo vi mucho más claro, y hoy mientras escribo esto siento que esa intuición sigue ahí, horadando la roca de los (malos) hábitos con la lenta eficacia de una gota de agua.

Conocí a Pablo Aramayo, un chico que además de gestionar un tenderete en el centro del pueblo, es el que lleva Radio Purmamarca.  Entré en su “estudio” donde conviven micrófonos, cables, dos pantallas de ordenador, piezas de ropa para vender, auriculares, y dos perros paseándose en plan dominador. Lugar extraño e intenso. Es la voz de Purmamarca, y me dejé aconsejar por él para traerme alguna música jujeña.

Otro lugar que me encantó fueron las Salinas Grandes. Estaba empeñado en ir, a pesar de que para llegar a ellas hay que superar un trayecto de 65 km desde Purmamarca que pasa por la famosa Cuesta de Lipan que asciende a los 4.200 mts de altura. Las Salinas Grandes son, como sugiere su nombre, un inmenso salar que se extiende por una superficie de 212 km² a lo largo de la llamada Puna Jujeña, y que se encuentra a unos 3.600 mts. de altitud. Temía “apunarme” con la altura y me tomé una pastilla de ajo por si las moscas, pero todo fue rodado, no sentí nada raro salvo la sensación de cansarme mucho cada vez que pegaba un salto para sacarme una de esas fotos sicodélicas que publiqué en Flickr donde aparezco volando por los aires.  Pero insisto, vale la pena darse una vuelta por ahí, porque el blanco infinito de las salinas produce una sensación de paz y de humildad que no se olvida.

Por cierto, mientras subíamos la empinada Cuesta de Lipan vimos a un ciclista dando pedal a un ritmo bastante fuerte. Después tuvimos la suerte de estar en el punto más alto de la cuesta (¡¡4.200 mts!!) cuando llegaba en su ascensión. El valiente se llama Erico Pereira, y regenta una tienda de bicicletas (Erik’s Bike) en la ciudad brasileña de Itanhaém. El buen hombre venía pedaleando desde la ciudad de Santos, de la que salió el 1 de Abril, nos lo encontramos allí el 17, y pensaba llegar a Antofagasta el 24, para hacer un total de más de 3.500 km por amplias extensiones de la Puna que están a más de 3 mil mts de altura. Era lo más parecido en plan heavy a Julen, quien es sin duda mi ícono ciclista-bloguero.

Confieso que me encantan los cementerios (por supuesto, solo de visita..jjj). Me parecen algo místico, mágico. Hay pocos lugares que encierren tantos misterios por metro cuadrado. Ya me pasó cuando viaje a Nueva Zelanda, en 2006, y me quedaba extasiado leyendo las lapidas de aquellos inmigrantes venidos de cualquier sitio para morir en las Antípodas. Cementerios modestos junto a capillas perdidas que fisgoneaba de palmo a palmo en busca de historias que me emocionaran. Vaya, que me disperso, a lo que iba… que vale mucho la pena visitar los cementerios aborígenes, y uno en especial, el de Maimará, que es una pequeña localidad que se encuentra por la Ruta-9 entre Purmamarca y Tilcara. Es un cementerio muy raro, bastante diferente al resto. Se levanta alrededor de un cerro hasta su cumbre, no escatima en detalles y símbolos originales, y desde allí hay unas vistas de película a los cerros vecinos con su festival de colores. Me pasé un buen rato subiendo y bajando, cámara en ristre capturando imágenes. Fue otro de los momentos especiales del viaje.

En el imprescindible apartado culinario, probé toda la comida de la zona que pude, por variar después de los estupendos asados y bifes de chorizo cordobeses cuyo regustillo todavía conservo con nostalgia en mi paladar. Las famosas empanadas tucumanas están de traca. Un té de coca no te lo puedes perder. Hay que probar la carne de llama que se parece bastante a la de ternera aunque es más magra y exige una cocción más delicada. Que conste que fui el único de la tropa Rey-Reina que la probó, porque el resto de la family no podía admitir que tanta ternura se sirviera en un plato. A mí me pudo más la curiosidad, y esa costumbre mía de comportarme como un catador temerario en todos mis viajes.

La Quinua es el grano o cereal andino más consumido, así que también me la pedí de guarnición en algunos platos. Está bien, pero me quedo con el arroz y otros clásicos de andar por casa. Por supuesto, había que dotarse de una buena provisión de tamales y humitas, que para mi gusto (y no el de mis hijos) estaban buenísimas. Ah, y antes que se me olvide, está bien atreverse con el locro, un guiso bastante suculento de orígenes prehispánicos, que a mí me vino de maravilla el día que me lo zampé. En fin, podéis imaginaros que con este menú me traje de Argentina unos kilitos de más, pero que (afortunadamente) ya he perdido con el ajetreo que me esperaba aquí. Es que con el apetito que se engulle en vacaciones no hay nada que se compare.

Por cierto, un offtopic que si no lo digo me muero: Argentina está en plena campaña electoral, y la verdad, a sus políticos es para echarles de comer aparte. Si los de aquí dan bastante pena (más bien, rabia), los de allí son de vergüenza. La corruptela y el clientelismo en la política argentina son indecentes, pero todavía me queda un hilo de esperanza de que eso se acabe algún día, más temprano que tarde.

Para el que haya tenido la paciencia de llegar al final de este mega-post (puff, perdonad el rollo), diré que la verdad es que el plan de viaje que llevábamos era exigente, teniendo en cuenta que íbamos con tres niños, pero lo pudimos hacer todo. Al final nos hicimos más de 3.500 km. en coche, pero todo fue rodado, sin sustos, a pesar de la conducción temeraria que practican los argentinos (ains, sus adelantamientos en carretera son de juzgado de guardia). Ana tiene buena parte de la culpa de que todo haya ido tan bien, por arrimar el hombro, acompañarme en mis locuras, y ser la mejor team-builder que se puede tener en un viaje.

En el capítulo negativo, ni se te ocurra reservar en Cabañas Las Juntas de Salta, porque el servicio es bastante malo. En lo positivo, merece que recomiende el Hostal Posta de Purmamarca, un lugar ideal para alojarte si vas por ahí (de verdad, lo mejor en calidad/precio, atienden de cine), la Posada Inti Watana que llevan con mucho cariño Juan y Fabienne en Tafi del Valle, y Lomcar, el parking de larga duración donde dejé mi coche en Madrid y que me prestaron un servicio estupendo a un precio increíble. Estoy muy agradecido a todos ellos.

Pues nada, se acabó la crónica. Si quieres ver fotitos, ahí tienes el álbum que subí a Flickr. ¡¡Hasta el próximo viaje!!


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