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Diversidad y meritocracia en la educación universitaria: no es lo que parece (post-503)

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elitesRegreso hoy a uno de los libros más provocadores que he leído últimamente: “Excellent Sheep: The miseducation of the american elite” de William Deresiewicz. Este autor, que fue egresado y profesor muchos años de la Universidad de Yale, sabe de lo que habla y ayuda a desmontar algunos mitos que circulan sobre la supuesta diversidad y meritocracia que promueven las universidades de élite norteamericanas, en particular las del Ivy League.

Ya contábamos en este post “Diversidad y autoselección en los proyectos colectivos”, que estudios realizados por el experto Scott Page demuestran que crear grupos diversos es más efectivo que reunir en ellos a las personas más inteligentes. Así que fomentar la diversidad es una buena cosa, porque ayuda a enriquecer los puntos de vista individuales y a favorecer una mirada colectivamente más inteligente.

Sin embargo, las cosas no son siempre lo que parecen. Es bastante común ver en las universidades de élite de Estados Unidos imágenes de los campus donde personas de diversos orígenes: asiáticos, afroamericanos y latinos, entre otros, comparten el privilegio de formarse en algunas de esas instituciones. No voy a negar que eso ya es un avance, pero también tengo que decir que se trata de una diversidad falsa o claramente insuficiente. Deresiewicz aporta buenos argumentos que confirman esa impresión y que me gustaría compartir aquí.

Esas imágenes de diversidad cultural se promueven como ejemplos de inclusión, pero lo que se olvida es que la inmensa mayoría de esos estudiantes son hijos de familias acomodadas, de grandes élites en sus respectivos países. Estas universidades no están atrayendo a “todo tipo de personas” como ellas dicen, sino al mismo tipo (élites) que viene de sitios distintos. La diversidad es sólo geográfica o cultural, porque en términos clasistas, es (casi) todo lo mismo.

Obviamente no todo es así porque siempre se cuelan bichos raros, con un enorme talento, en los procesos de admisión, pero se trata de la excepción y no la regla. Los cada vez peor financiados programas de “Acción Afirmativa”, que dan becas a alumnos con bajos ingresos, no corrigen la desigualdad estructural del modelo de admisión. De hecho, los valientes que consiguen entrar por esos pequeños agujeros son bienvenidos (y mostrados) con entusiasmo porque sirven para legitimar el sistema. Afirma Benn Michaels, en su extraordinario artículo “The Trouble with Diversity”, que “la función de los (muy pocos) pobres que entran en Harvard es tranquilizar y reafirmar a los (muchísimos) ricos que lo consiguen”, y apostilla que las universidades top americanas “son máquinas de propaganda de la estructura de clases”.

Aislar y juntar a la élite, reduciendo así la diversidad, tiene efectos contraproducentes. Uno de los inconvenientes es que limita las posibilidades de poder conversar, y conocer, a gente de otras clases sociales, a gente que es diferente, por la simple razón que entran pocos de ellos. Eso refuerza a su vez la endogamia de las élites.

Esta idea nos lleva a cuestionarnos también la supuesta “meritocracia” de los procesos de selección en las universidades de élite. Por ejemplo, se supone que los famosos SAT (examen estandarizados que se usan para medir aptitud académica en los procesos de admisión universitaria en USA) miden los méritos personales de los candidatos, pero al mismo tiempo lo que hacen es filtrar por ingresos y riqueza familiar, porque son variables que están estrechamente correlacionadas. Las universidades prometen guiarse por principios meritocráticos (“que entren los mejores”), pero en realidad, las costosas barreras a la entrada que significan el tipo de pruebas de admisión que se aplican en ellas, lo que hace es descartar indirectamente por status económico. Así explica Deresiewicz el contrasentido que significa financiar una meritocracia que no tiene en cuenta la igualdad de oportunidades:

“Los SAT scores son un factor crítico en la selectividad, y la media del SAT es un indicador de reputación, así que las universidades han cambiado el acento de sus ayudas financieras desde la necesidad al mérito, y como el SAT correlaciona muy estrechamente con el nivel de ingresos familiar,  eso significa que va más dinero a jóvenes que no lo necesitan, y menos a los que realmente lo necesitan”.

Por eso el autor suele decirle a los nuevos ingresos que ellos pueden ser brillantes y muy trabajadores por haber llegado allí, pero sobre todo lo que tienen es mucha suerteporque cerca del 90% de sus pares fueron excluidos de la carrera incluso antes de empezar”.

No es especulación. Hay datos que confirman eso. En un artículo de Thomas Edsall, en The New York Times (2012): “The Reproduction of Priviledge”, se afirmaba que el 74% de los estudiantes que asisten a las universidades más prestigiosas de Estados Unidos provienen de familias que pertenecen al cuartil superior de ingresos (25% más ricos), y sólo el 3% al inferior (25% más pobres). Eso no fue siempre así: En 1985, el 46% de los estudiantes de las 250 escuelas universitarias más selectas de USA provenían del cuartil superior de la distribución de ingresos. En 2000 esa cifra había ascendido a 55%, y para 2006, se estimaba en 67%. Como se ve, la tendencia es a agudizar la desigualdad.

El pensamiento del tipo: “Estáis aquí porque os lo habéis ganado, y os lo habéis ganado porque sois los mejores” está en la esencia de la mentalidad de las élites que llegan a estas escuelas. Y ese es el mensaje que se les transmite desde que entran hasta que salen, desde que reciben el famoso sobre de correos con la noticia de que han sido aceptados. El mensaje es “Has llegado, bienvenido”. Así que esos afroamericanos, latinos y estudiantes del Tercer Mundo que salen de esos colegios lo que suelen hacer es seguir trabajando para las elites, para las que pagan bien, porque es de ahí de donde vienen y donde forjan sus nuevas relaciones. No hay retorno para los que se quedan fuera.

Otro libro que leí junto al de Deresiewicz  es: “In defense of a liberal education” de Fareed Zakaria. Cuenta el autor, para complicar aún más las cosas, que en los rankings de las escuelas se suele usar el promedio de los exámenes SAT de los alumnos admitidos como indicador de la calidad del centro. Ese dato sirve, efectivamente, para medir en qué medida la institución atrae a los mejores talentos, pero no mucho más. Lo que debería importar es cómo los estudiantes, incluidos los de bajos resultados en el SAT, mejoran durante el tiempo que pasan en la universidad. No debería importar tanto con qué SAT entran, sino cuánto lo mejoran gracias a la calidad de la educación recibida.

OJO, aunque estoy hablando en este post de universidades de élite norteamericanas, el mensaje que quiero trasmitir transciende por mucho ese dominio. Es perfectamente extrapolable a otros ámbitos. Lo que quiero decir es que la diversidad y la meritocracia son, a menudo, categorías relativas, cuyo supuesto mérito hay que revisar caso por caso. Hay que separar la realidad de la hipocresía con que se venden esos modelos.

En el libro de Zakaria se insiste, con razón, que la educación privada puede convertirse en una fuente de privilegios y desigualdad, y cita a Jefferson que alertó de la necesidad de disponer de un fuerte sistema de educación pública para evitar que Estados Unidos terminara siendo gobernado por una élite privilegiada que se recicle a sí misma a través de una red de instituciones privadas que refuercen sus privilegios.

Por eso esta queja de Deresiewicz tiene tanto sentido: “El sistema de educación de élite reproduce el sistema de clases (…) exacerba la desigualdad, retarda la movilidad social, perpetúa los privilegios y crea una élite que vive aislada de la sociedad que se supone va a liderar”. En la misma línea, el experto Anthony Carnevale, director del Centro de la Universidad de Georgetown sobre la Educación, citado en el artículo de Thomas Edsall, decía que: “Los sistemas educativos son un mecanismo cada vez más poderoso para la reproducción inter-generacional de los privilegios.

La segunda idea que me gustaría compartir en este post es mi convencimiento de que un buen sistema educativo debe mitigar el sistema de clases, no reproducirlo. Deresiewicz da pistas en esa dirección. Por ejemplo. La “Acción Afirmativa” debería basarse en las clases y no en las razas. Los resultados de los SAT o tests de ingresos deberían corregirse/ajustarse, ponderarse, por factores socio-económicos. Las universidades deberían dejar de colaborar y de preocuparse tanto, con rankings como los de US News. Los criterios de admisión deben cambiar. Hay que repensar el concepto del mérito, y replantearse qué cualidades se necesitan promover, y buscar, en los procesos de admisión, que no apunten al modelo agotado de liderazgo que existe hoy.

Y por último, habría que preguntarse si tiene sentido contratar y confiar la formación de nuestros líderes a instituciones privadas, porque ellas van a poner siempre primero sus intereses y a responder a los intereses del poder. Reclama Deresiewicz que no haya que ir a una institución de Ivy League para recibir una educación de calidad: “Lo que hace falta es una buena educación pública, financiada con dinero público, para beneficio de todos”.

Que conste que no defiendo el igualitarismo. Lo que quiero decir es que sin una verdadera igualdad de oportunidades, la meritocracia es un fin engañoso. O como dice el exprofesor de Yale: No estoy diciendo que todos los jóvenes deben tener lo mismo, sino simplemente que todos tengan lo suficiente, para poder demostrar su talento. Y yo intuyo que eso solo puede conseguirse a gran escala a través de una buena educación pública.

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